Guardaba la tarde un triste
silencio, las hojas secas jugaban por la acera a perseguirse unas a otras,
animadas tan solo por el viento de una tarde de diciembre. Eso me recordó a mi
niñez, cuando solía correr en aquella gran montaña y así mismo fue el día en
que lo conocí, ojos grandes, mirada alegre, cara sucia y una sonrisa que me
invitaba a jugar con él. Jugábamos a perseguir sapos, a atrapar indefensas
libélulas, a coleccionar plumas de extraños colores tornasoles.
Que extraño y que hermoso fue.
Lejano me queda el recuerdo, pero por lejano, no lo olvido, cuando tomó mi mano
temblorosamente y me arrastró a un lado del riachuelo. Ese día hacía frío pero
eso no nos detuvo, nos deshicimos del calzado y metimos los pies en el agua,
mientras me quitaba del cabello, ramas secas de los últimos árboles a los que
habíamos subido esa tarde.